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martes, 17 de abril de 2012

El barrio de la muerte.

Entrar, se puede. Salir, no.

“Tienen una visión apocalíptica del mundo”.

Lo llaman el barrio de la muerte, un barrio del casco antiguo del pueblecito gaditano de Bornos, localidad emplazada en la serranía, guardiana de un pantano en el que asoma alguna que otra bicicleta oxidada. El barrio de la muerte o, como se lo llama localmente, el barrio de los pensionistas.
Se trata de una calle, una sola calle con viviendas y pisos de renta antigua, de paredes desconchadas y bancos entre los portales, de bares con mesas en la acera y partidas de dominó siempre en marcha al otro lado de sus altos ventanales. Un barrio, en el que se apagaron hace mucho las risas de los niños, en el que cuando alguien pisa el césped se alzan miles de gritos en protesta y nunca se ve a “los chavales con esas pintas modernas”.
Nos encontramos en el cruce que da salida a la calle con Rafael, uno de los inquilinos de este misterioso barrio que se nos ofreció a acompañarnos para poder realizar una visita y entender por qué la gente evita esta céntrica calle. Le damos un apretón de manos y nos señala la calle.
-Si alguien pregunta, decís que sois mi nieto y un amigo –nos advierte, algo nervioso por lo que vamos a hacer.
Asentimos, empezamos a caminar por la calle reparando en los bancos, grupos de octogenarios, criados en la postguerra y fogueados en discusiones de dominó, de la juventud y de si la patada que le dio Pepe a Messi en la boca en el último clásico fue o no fue roja, nos miran, reflejándose en sus ojos la avidez.
-Aquí por menos que esto, he visto gente morir –nos explica, nervioso aún mientras saluda a los ancianos con los que vive-. Es un grupo muy cerrado, no es que sean malas personas, lo que pasa es que ven Intereconomía y tienen una visión apocalíptica del mundo.
La zona está cuidada aceptablemente, Rafael nos comenta que, a menudo, los ancianos permiten la entrada de personas de fuera del barrio para que realicen la limpieza de calles, recogida de basura e incluso reponer en alguno de los bares o ultramarinos Toño. Vemos en un rincón a dos ancianos que charlan animadamente, de pronto uno de ellos nos mira fijo.

“El tráfico de medicamentos está a la orden del día”.

-Hace dos semanas el ayuntamiento mandó a dos barrenderos, uno de ellos era negro –nos explica Rafael, instándonos a no mantener la mirada de aquellos ancianos-. Encontraron su escoba y el carro en la esquina, apareció el abrigo manchado de sangre pero la policía se niega a entrar para hacer una investigación formal –mira alrededor y se encoge de hombros-. Hace dos años que no veo a un policía entrar al barrio, y el que entraba era el Tato, que se crió aquí y era cabo antes de jubilarse.
En el hueco de un portal, a plena luz del día, un hombre de unos ochenta años entrega con una mano un paquete a otro que le paga en efectivo. El tráfico de pastillas para la tensión, medicamentos para la artrosis y yogures que controlan el colesterol, está a la orden del día, sin que nadie se atreva a impedirlo.
Es uno de esos barrios en los que entras para no salir, uno de esos lugares de la geografía española donde la gente huye para no cruzarse con ancianos que te siguen con la mirada, te señalan y se llevan un dedo al cuello para arrastrarlo horizontalmente.
Nos detenemos al final de la calle, delante de ultramarinos Toño, vemos montones de carteles sobre excursiones para la tercera edad y fotos, recortadas de la prensa, sobre personas desaparecidas por la zona.
-Es gente tranquila, pero no les gusta que se invada su intimidad –nos explica Rafael, airado ante las miradas que aparecen en ventanas y portales.
El olor de comida recién hecha empieza a inundar el aire, grupos de personas mayores empiezan a levantarse de sus respectivos bancos, apoyándose en maltratados bastones de madera, algunos con extrañas manchas oscuras.
Nos despedimos de Rafael, deseando que nuestra visita no le traiga problemas, y vemos cómo se aleja lentamente, alzando la mano para saludar a los que se cruzan. Ahora que nos alejamos, parecen más tranquilos, es uno de esos lugares de la geografía española donde los forasteros no son bienvenidos, y donde la indulgencia, no existe.
Seguiremos informando.

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